Amar sin libertad

Él se enamoró de ella, inmediatamente la vio. Destacaba entre todas las rosas de ese jardín.

Desde ese día se encargó de cuidarla. La visitaba a diario. Ella causaba la envidia de todas las de su especie. Ninguna había sido objeto de tantas atenciones y detalles.

Un día no aguanto más la distancia. Y queriendo honrarla a cada momento, decidió llevársela a casa.

Un frio y fino jarrón se convirtió en su nuevo hogar. A diario se encargaba de ella, le cambiaba el agua, evitaba que el sol la quemara, pero la ubicaba de manera tal que los destellos del astro rey le acariciaran los pétalos sin dañarla.

Tal era su ensimismamiento que las horas se le pasaban en plena contemplación de su belleza única.

Un día, al despertar, se encontró con una pesadilla. Las cosas no eran igual. Todo había cambiado. Y ya era muy tarde para volver atrás.

Su rosa había muerto. La adoración que le profesaba no le permitió ver más allá de lo obvio.

Su rosa había muerto. Estaba marchita, desgastada, sin los hermosos colores que la hacían única, especial y diferente.

Fue muy tarde para entender, que lo que la hacía especial no era la soledad, ni el aislamiento. Era su jardín lo que hacía que destacara, que lograra brillar con luz propia.

Fue en ese momento en que entendió que, al quererla cuidarla exclusivamente, la había desahuciado, haciéndola sufrir una lenta agonía. Agonía que se convirtió en su sentencia de muerte.

Y es que el amor sin libertad se convierte en extinción.

Apuntes sobre la Maternidad

En alguna ocasión, más de una vez he escrito acerca de la soledad que representa ser madre.

Inmediatamente asumes ese papel el círculo de tus amigas, esas que siempre te acompañaron comienza a achicarse. No todas son capaces de entender el reto al cual te enfrentas. El idioma que hablas resulta extraño para ellas… en el momento cuando el apoyo es más requerido.

Las madres necesitamos apoyo y mucha ayuda emocional. Necesitamos que alguien esté dispuesto no a dar soluciones, sino a escuchar.

Las madres nos frustramos y eso no nos hace malas madres, sólo nos hace humanas.

Las madres nos desesperamos y con eso queda demostrado que somos imperfectas.

Las madres necesitamos que alguien nos escuche sin juzgarnos sobre las incongruencias que experimentamos.

Que podamos descansar de nuestros hijos. ¡Sí! Las madres nos cansamos de los hijos que tanto amamos. Nos saturan los gritos, las incomodidades, los pleitos. Nos hartamos de los cambios interminables de pañales, de los biberones que nunca se acaban de esterilizar, de los juguetes en cada rincón de la casa. Por más coherencia que queramos aparentar, por dentro vamos acumulando todos esos malestares, hasta explotar enloquecidas de agobio.

Nos agobia nunca terminar. Que el tiempo nunca alcance. El café siempre se toma frío y la batida caliente. La casa que antes era fácil de llevar y manejar ahora nos resulta imposible de organizar.

Es ahí cuando se necesita ayuda. Una red de apoyo. Una tribu de aliadas que nos recuerden que esto también pasará.

Una voz experimentada que calmada nos felicite por lo bien que lo estamos haciendo. Que nos tranquilice explicando que son etapas que se superaran.

Otra madre como ella, que se haya enfrentado a esas mismas situaciones, que sin regaños, ofrezca otras técnicas que puedan usarse. Que se apiade de un alma cargada, que abrazándola bien fuerte la acompañe a llorar. Que le permita desahogar su corazón frustrado. Que pueda empezar a entender que no hay sustituto disponible. Que el rol de madre no se acaba jamás; que con el paso de los años los problemas serán otros distintos, que este trayecto acaba de empezar.